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2 de junio de 2011

Nosotros (antes José)

José es mayor que yo, va a cumplir dieciséis años. De buena planta, de ojos claros y sonrisa encantadora, como mi madre. Es inteligente y delicado; no le gustan los juegos violentos ni las peleas, prefiere la conversación y el paseo. Se sabe atractivo y se hace querer por los demás. Admira abiertamente a los que ostentan cargos públicos, especialmente al maestro, don Genaro, al que imita en sus gestos y sus maneras. Mi madre dice que será un hombre importante que nos sacará de la penuria. Y él lo cree. Se vé volviendo de algún lugar, acaudalado, comprando las mejores tierras y casándose con Milagros, la hija de don Manuel, la niña que a todos enamora, emparentando así con la clase pudiente del lugar. Me lo dice secretamente al acostarnos, después de la cena y las charlas familiares alrededor del quinqué. Dormimos juntos, en el mismo cuarto, al fondo de la sala, tras la cortina, y en la misma cama, él a la cabecera y yo a los pies. Muchas noches me duermo con sus cuentos imposibles. A veces, creo que sueña con Milagros, no se si despierto, porque hace cosas raras.

Al amanecer, después del desayuno, cargamos con el cisco y con los peces y vamos ofreciéndolos por las casas que han despertado hace rato. Hemos aprendido, sin maestro, a venderlo todo y pronto. Después le entregamos a mi madre con orgullo nuestra aportación al fondo familiar y ella la envuelve con cuidado en un pañuelo y la guarda en un una caja en el chinero de la sala. Siempre duda en escoger para vender el pescado o el picón, uno huele y otro mancha. Yo me río condescendiente y lo dejo una y otra vez equivocarse, sea cual sea su opción, al final, acabamos los dos en la palangana. «Las uñas limpias y la raya bien derecha...», mi madre comprueba diariamente nuestra modesta compostura cuando salimos para la escuela. «Portaos bien y sed aplicados, ¡que no me tenga que decir don Genaro!», es su rutinaria despedida.

La escuela está en las afueras, más allá del ejido, al borde mismo de la carretera. Es una nave grande de paredes de ladrillo y tejado casi plano de tejas coloradas. Detrás, rodeado de una tapia con malla verde, un patio terrizo grande que sirve de recreo. El aula es una sala amplia donde niños y niñas se sientan en pupitres separados, de grandes ventanales que miran hacia el Sur dejando entrar luz a raudales y otear horizontes misteriosos que llaman a los más inquietos con promesas de aventuras. Sus paredes atrapan cantinelas de tablas de multiplicar, ríos de España, reyes godos, mandamientos de Dios y de la Iglesia, pecados capitales y oraciones. Por Navidad se ensayan villancicos.

Donde antes hubo un crucifijo hay ahora un retrato de Azaña, presidiendo el aula, colocado justo encima un pequeño estrado de madera donde se ubica la mesa del maestro; nada especial, solo una carpeta de cuero negro y una escribanía que exhibe una pluma enhiesta y un par de tinteros de cristal con tinta azul y roja. Detrás un sillón, también de madera, con los brazos sobados y un cojín de tela indefinida que sirve de consuelo a las magras posaderas del maestro. A un lado la pizarra negra, algo desvaída por el centro, con su soporte para las tizas blancas y empolvado trapo de borrar. Al otro, un mapa de España por regiones, decolorado por el sol y por los años.

José se sienta delante. Es el mayor de la clase. También el preferido, el que sale siempre a la pizarra y es mostrado como ejemplo en saber, aplicación y comportamiento. Destaca como dibujante y, ahora, don Genaro va a enseñarle música; quiere aprender a tocar el violín, «dile a tu padre que tenemos que hablar». Es verdad que, en ocasiones, resulta un poco chocante, pero estoy dispuesto a romperle las narices al envidioso que ose criticar su valía. Es especial y punto. Es comprensible que prefiera mirar las niñas durante el recreo que jugar a la pelota. Le gusta Milagros, eso es todo.

Por la tarde ayudamos a mi madre. Echamos afrecho y el residuo de comida a las gallinas, yerba a los conejos, barremos la cuadra y acarreamos leña a la cocina desde el pequeño cobertizo en el corral. Cuando acabamos salimos a la plaza y allí encontramos a los chavales jugando a la pelota o a lo del tiempo, la billarda, el trompo, las canicas, las chapas... José mira a Milagros que juega con las niñas allí al lado, a la comba, al piso, a la lima, a las prendas... A veces jugamos todos juntos a las cuatro esquinas, al coger, al esconder... Ya cansados, nos sentamos en las gradas de la iglesia y veo llegar a las beatas, con sus velos y su misal, que acuden como hormigas al rosario o a la novena de turno; son mayores casi todas, visten de negro y caminan en silencio y mirando al suelo. No me gusta su tristeza, pero tampoco las risa de los que se burlan de ellas.

Y contemplo a Don Genaro y don Francisco, el cura, dando su paseo habitual, siempre discutiendo; uno alto y delgado y el otro más bien rechoncho, uno con su levita y otro con su sotana. De vez en cuando, uno se para gesticulando y el lo imita para escuchar. Andan hasta el final de la calle y entran en la tienda de Severiana a comprar tabaco. Yo fumaré cuando entre en quintas y mi padre me dé permiso; no lo haré a escondidas como hacen otros chiquillos...

«Cuando se enciendan las luces». La irrupción del precario alumbrado público que proporciona un viejo y destartalado generador de gasógeno, es el momento acordado del regreso. Busco con la mirada a mi hermano y lo veo jugando a las prendas con las niñas —disfruta pasando sus manos entre las de Milagros y compartiendo alguna tontería— y tiro de él para obligarlo. Corremos hacia la casa. Yo llego acalorado y despeinado; José serio y cabizbajo.

Sentados en el umbral, contemplamos los hombres y las bestias que van llegando, calle arriba, hartos de labrar las mesanas, las dehesas, las cochineras y las huertas. Allí viene mi padre, con la burra de cabestro y andar cansino; restregando por el empedrado sus suelas de tachuelas al mismo ritmo que los cascos herrados de la bestia. Vamos a su encuentro y le acompañamos y le ayudamos a desaparejar la burra, a descargar los sacos de cisco y meter la red de peces en el agua fresca de la tinaja del rincón del patio. Después, asisto a la rutina de su aseo en el patio y nos sentamos en la puerta de la casa y, mientras se fuma un cigarro, vemos pasar la gente; hombres que bajan a la cantina, mozas que suben de la fuente con cántaros en el cuadril. Corre una agradable brisa y esperamos el delicioso potaje de garbanzos.

3 comentarios:

  1. Admiro su prosa y su temática.Me recuerda usted a Miguel Delibes en el modo de retratar, con profundidad y amor, ambientes,personajes y vivencias rurales de un pasado duro. Vidas austeras, de gente pobre, sin futuro, pero usted,como Delibes, dignifican la vida de los pobres.
    Excelente descripción de los dos personajes centrales: José, adolescente siñador, melancólico por el presente y nostálgico de un futuro incierto, soñado con empeño, que solo encuentra cauce en la tarea abnegada del maestro.Él sabe penetrar en el alma del adolescente, descubrir su interés por la cultura, su talento, su luz interior prometedora, y le tiende la mano para que salga adelante.
    El maestro que usted describe, me recuerda al de Albert Camus en "El Primer Hombre".

    Un relato muy emotivo, cuyas emociones usted sabe transmitirnos.
    ¡¡Enhorabuena!!
    Saludos.

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  2. Cada episodio mejora.
    Me gusta mucho su prosa sobris, más castellana que andaluza; la profundidad del retrato que hace de sus personajes; el vocabulario, casi perdido en la actualidad y que usted rescata; el amor que pone en todo (ambiente, utensilios, personajes) y el poso de tristeza,de añoranza, de bondad y de felicidad a pesar de la pobreza.

    No puedo decir más que es magnífico, digno relato de un escritor. No sé si en la acción, el nudo, pondrá pasión (creo que lo necesitaría) y así convertir, con un final de igual forma, un relato perfecto en una obra maestra.

    Un abrazo.

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  3. Esta nueva edición del relato, me sigue gustando tanto como la otra; es algo más completa y el título más apropiado, porque no solamente se habla de José, sino del entorno familiar,incluído el narrador, del maestro y el cura, de cómo transcurre la jornada, etc.
    Todo ello en perfecta prosa, dignificando, como ya le comenté, la vida de los pobres.

    Al final del primer párrafo: "hace cosas raras"... da a entender que José se masturba pensando en Milagros. Pues bien, esa forma de decirlo la encuentro inexpresiva.El narrador es bastante más joven y, tal vez no comprenda qué pasa bajo las sábanas; esa "ingenuidad" o "inocencia" de la edad, opino que debería tener más relevancia en este relato, así como la falta de intimidad del adolescente, debido a la precariedad de la vivienda, que le obliga a dormir en la misma cama que su hermano pequeño.Creo que hay en los niños curiosidad que se manifiesta en preguntas ingenuas y respuestas evasivas por parte de los adultos.

    En el párrafo 5º: "por la tarde la ayudamos"...Seguido del pasaje de la fuente, se pierde la continuidad del relato familiar. Por lo que opino que debería decir: "por la tarde ayudamos a mi madre"...

    Una vez más, mi enhorabuena, y mi admiración, por este excelente ralato.
    Saludos.
    ^^^^

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