La vieja burra camina delante, cansada como él de la dura jornada de trabajo con que los castiga la vida cada día. Después de acarrear haces de leña, taramas y serones de tierra con los que mi padre apaña el boliche, debe transportar los aperos y la carga del picón, cisco que le llaman en mi pueblo, producto humilde para obtener un sueldo humilde que permite sostener una humilde vida familiar. También unos cuantos peces muertos, matados por cartuchos clandestinos que revientan las charcas de la rivera, allá abajo, donde se pierden las dehesas de la vega. Vendidos entre los vecinos se saca para ir tirando.
La senda, que aspira a carretera y no es más que camino pedregoso, se va empinando sinuosa como culebra huyendo de la frialdad nocturna de las huertas y buscando el calor de las gentes y de las bestias que se hacinan bajo techos colorados y tapias de barro y paja que, encaladas y a lo lejos, es la imagen entrañable de mi aldea.
El día, manijero misterioso, da por acabada la faena y presenta su cara apacible tiñendo el horizonte de amarillos, rojizos y violetas recortado por el trazo gris, firme, duro, prepotente, de los últimos riscos preñados de modestos olivares de Sierra Morena. El sencillo campanario saca cuello entre el caserío y, con sombrero de cigüeñas, llora con sonido de campana vieja y ronca, llamando a las beatas a la rutina vespertina del rosario.
Nada más entrar, en el primer recodo, está el pilar de abajo. Agua caliza de manantial, fresca y transparente. Mi padre bebe en el caño, la burra en el pilón. El hocico del animal tiembla desconfiado y él la tranquiliza emitiendo una especie de silbido indescifrable. Las golondrinas y vencejos revolotean persiguiendo bandadas de mosquitos antes de protegerse de la noche cobijándose bajo las cornisas o las copas acogedoras de los castaños de la plaza. Las últimas risas y carreras de chiquillos darán paso al triste silencio del entorno. Las luces mortecinas empiezan a nacer tímidamente en las ventanas, adivinando momentos de vida familiar tras los visillos gastados que alguna vez fueron encajes blancos de bolillos. En unos momentos, la noche cubrirá con su manto negro toda la vida del valle. Ladrará algún perro y los niños oirán cuentos ya sabidos que hablan de promesas, de misterios, de leyendas.
La puerta falsa está siempre abierta, ¿quién querría entrar con malas artes? y la querencia conduce al animal hasta la cuadra. Mi padre la libera de la carga y desparrama un poco de la alpaca en el pesebre, después se despide hasta mañana de su compañera de fatigas dándole una palmada en el anca. Ella corresponde moviendo la cola y lanzando una triste mirada sin parar de triturar la paja entre sus muelas planas y redondas.
Ya en la casa, apenas unas palabras cruzadas a modos de saludo preludian el único momento de reunión familiar. Preguntas rutinarias, contestaciones sabidas. Mirada de afecto de mi padre, gestos recatados de satisfacción en el rostro algo ajado de mi madre, respeto en los ojos de mi hermano y admiración y curiosidad en los míos.
En el pequeño patio, bajo la parra, mi madre vacía una olla de agua caliente en una palangana azul celeste, desgastada por el uso, para que se lave por partes. Sin camisa, su torso, de pura fibra, descubre la blancura de su piel que contrasta con el curtido de sus brazos y de su cara. Solo su cabeza muestra un pelo ralo castigado y asfixiado por la gorra de visera que, sudada y polvorienta, ahora cuelga de la percha de la sala. Se enjabona con fruición con manopla y jabón verde que fabrican las mujeres con los restos del aceite de freír y, después de enjuagarse, se seca parsimoniosamente con un lienzo blanco que mi madre le ofrece cariñosa; mientras se pone la camisa limpia, me observa que le observo y sonríe... y sonrío. Después se sienta en la silla baja de enea y se va quitando las botas gastadas, doblegadas y polvorientas. Me la sé. Conozco la expresión de placer que le produce al entrar sus pies en contacto con el agua tibia: sus ojos se cierran, sus pómulos se relajan y su boca se entreabre exhalando una callada exclamación. Me encanta esa expresión. Un gesto furtivo de ternura que escapa a su aparente dureza, ...y le llevo las zapatillas de paño que conserva con mimo como regalo de boda.
No va a la cantina como los demás, esperamos la llamada de la cena sentados a la puerta de la casa y, en silencio, rasca con sus dedos sarmentosos un cuarterón de picadura fina de estraperlo que reserva para estas ocasiones y lía un cigarro gordo y prieto con sorprendente habilidad y pasmosa lentitud. Luego, tras humedecerlo con la lengua, termina el envoltorio mostrándolo orgulloso. El encendido con la mecha es otro alarde de paciencia que ejecuta a sabiendas de mi exasperante observación. Yo creo que se recrea en la labor porque sabe que lo miro y lo admiro.
Y mientras saborea el tabaco, contesta a los saludos de gente que se va recogiendo.
—¡Buenas noches Manuel!
—¡Vaya usted con Dios... y la compaña!
Ole, ole, ole.
ResponderEliminarUn texto en honor a un padre magnífico.
D. Luis Vázquez ¿por qué no se pone como meta la publicación en un ámbito más general (conozco Prosadictos y enriquece por las ideas que genera, los retos y las respuestas).
Sé que será bien recibido y todos tendremos la oportunidad de leer a un escritor como usted.
¡¡ Qué bellísimo cuadro costumbrista!!.Disculpe si le parezco superficial, pero yo he visto aquí un excelente cuadro animado, como si usted fuera pintor.Sí, usted ha "dibujado con palabras".Contrasta la rudeza de la vida descrita, con el color que percibo:"techos colorados, tapias encaladas, horizontes amarillos,rojizos,violeta, el trazo gris de los riscos, encajes blancos, noche negra..."
ResponderEliminary toda la fatiga descansando en el humo del cigarro y el baño de pies en una palangana azul.
Sus palabras son pinceles enamorados.
¡Enhorabuena!
Leí primero lo referente a la madre y este relato sobre el padre, la casa, el duro trabajo del campo, la pesca furtiva,para aliviar la maltrecha economía familiar...todo descrito con calidez y realismo minucioso, me impacta aún más, si cabe, porque es una vida callada,en la que la ternura está prisionera de los roles sociales de la época y, sin embargo aparece tímidamente como puede.El colorido de las imágenes da intensidad emocional a sus descripciones.
ResponderEliminarComo he visto que aquí se comunican los lectores entre sí, incluso más que con usted, me permito decir que el Foro que le indican, no me gusta, por su excesiva y obsesiva atención a la forma,en detrimento del fondo.
Veo que aquí se aprecian sus escritos, tiene muchos lectores y los comentarios son interesantes.
Un saludo.