La suya es la que está abajo, la del rincón, la más fresquita en verano de todo el corral. Chiquita pero suficiente para él y para su abuela. No conoció a su padre y su madre los abandonó pronto. Desde entonces los dos solos se bastaban para llorar juntos su mísera existencia.
En los inviernos, sin ver el sol, se calentaban por dentro y por fuera con sopa de ajo y brasero de picón que compraban fiado. Los zapatos no se limpian con la lluvia y, la mayoría de los días volvía cansado de recorrer bares, con la caja y el banquillo bajo el brazo, sin nada de provecho.
La única alegría que tenía su vida se llamaba Manuela, una muchacha de su edad. Unos ojos transparentes y trenzas rubias envolviendo una sonrisa de embeleso. Vivía arriba, subiendo la escalera a la derecha. Su ventana daba al patio y estaba rodeada de geranios y gitanillas que le hacían palmas cuando se asomaba. Todos los vecinos se extasiaban al verla y al oírla cantar coplas. No se necesitaban ruiseñores ni jilgueros para encender de vida aquella casa de vecinos. Su alegre y armoniosa voz destilaba miel por todos los rincones, complacía a los grandes, consolaba a los viejos y enamoraba a los chavales del barrio. La amaba en silencio y ella lo sabía. «Tienes tipo de torero», le dijo un día de primavera desde su ventana. Y le cantó... «Tengo miedo, torero..., tengo miedo cuando se abre tu capote...». Y su imaginación lo llevó a la arena dibujando verónicas a un imaginado toro de Miura.
El reúma mató a su abuela. Se le metió en los huesos de tanto fregar suelos y escaleras desde que era joven. El día de su entierro todos los vecinos acudieron, el cuarto estaba lleno de hombres serios y mujeres que lloraban y se afanaban amortajándola con ropa limpia. Sin embargo, ese fue el día que tuvo más cariño alrededor. También de ella. Cuando todo hubo acabado, acarició su cara y besó sus lágrimas con ternura. Desde ese momento supo que estaban unidos para siempre. Se amaron en silencio, en su camastro, detrás de la cortina donde flotaba todavía la imagen de su abuela.
«Seré torero», le prometió. «Se acabaron las miserias. Llegaré a figura del toreo y te compraré un cortijo y una placita de tientas para deleitar tus tardes. Y te llevaré a todas partes, a sitios elegantes donde luzca tu belleza y me envidien los demás. Y lidiaré para ti los toros más bravos de la dehesa de Cádiz, de Sevilla, de Salamanca. Te los brindaré en los tendidos, donde estarás temerosa tras un capote de paseo bordado por tus manos. Te diré cosas bonitas, para que tus ojos brillen y resplandezca tu sonrisa. Y...»
No fue así.
Ni los pases de salón ni el carretón le sirvieron
Ni el saltar las tarantelas
en noches de luna clara toreando en campo abierto.
Ni las tientas de becerras.
Ni revolcones de vacas en las ferias de los pueblos.
Fue un día gris de septiembre,
en la feria del Saucejo,
un maldito cornalón
de una vaca de desecho,
en un descuido que tuvo,
le atravesó el muslo izquierdo.
Allí quedó su esperanza,
allí quedaron sus sueños
allí quedó su figura,
ahora le llaman “el renco”.
...El miedo
la culpa la tuvo el miedo
de que perdiera a Manuela,
de que no fuera torero.
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El rumor corrió como la pólvora por el corral y por el barrio. La tristeza invadió el patio. Ahora no se oía cantar en el lavadero, ni reír, solo murmurando entre murmullos...
Está preñada Manuela
no se sabe quién ha sido
Ya se la veía venir
con tanto entrar y salir
en la sombra, sin testigos.
Y ese muchacho, el del bajo,
el que siempre la ha querido,
el que quiso ser torero
y no pudo conseguirlo,
vaga como un alma en pena
llorando como los niños.
Ya no canta el ruiseñor, se mustiaron los geranios. Un extraño dolor le apretó el pecho. No podía respirar y su cuerpo le pedía con premura vomitar y llorar al mismo tiempo, mientras en su mente machacaba una y otra vez la sorpresa, la decepción, la censura. Era insoportable y no cesaba, iba a más.
Subió a su casa. Le abrió y, enseguida, le dio la espalda. Se sentó y cruzó las piernas mientras encendía un cigarrillo. Seria, sin afeites ni pinturas, los pelos de cualquier forma.
—¿Qué quieres? —preguntó, malhumorada.
—Dime que no es verdad.
—Sí lo es, ¿qué pasa?
Su corazón se paró
se nublaron sus sentidos,
se lo clavó en el costado
hondo, muy hondo el cuchillo.
Y bañado con su sangre,
viendo sus ojos sin brillo,
recriminaba a ese Dios
que rige nuestros destinos:
«¿Por qué me hiciste nacer?
¿a quién pediste permiso
para luego abandonarme
sin protección ni cariño?
Después me miraste mal
y la tomaste conmigo,
y me negaste la gloria
y me tiraste al olvido.
Y yo te pregunto, Dios,
tu que eres poder divino:
Y ya que me maltrataste,
cuando me cogió aquel toro
¿por qué me dejaste herido
pudiendo haberme matado
y acabado con mis penas?,
¿por qué me dejaste vivo?
Pues mira a este triste renco
escucha lo que te digo:
Tu no eres Dios del amor,
¡tu eres un asesino!
¡qué pena más grande tengo...!
¡que mala suerte he tenido!
Así concluyó su historia
así fraguó su destino,
ella tendida, sin vida
él por el cuello prendido.
¡Vaya torero! Naturales a la vida para recibir trofeos y el Miura le empitonó la pierna y el corazón.
ResponderEliminarPrecioso el relato. Sigue escribiendo, tienes talento
Sí, las dos cornadas son mortales.
ResponderEliminarGracias por comentar, halagar y animar.
Aunque solo sea para que lo leas, seguiré escribiendo.