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19 de noviembre de 2018

Abstención


     Tenía previsto acudir a votar en las elecciones andaluzas. Me he puesto un terno adecuado y he salido a la calle con la mejor disposición. Como el colegio electoral cae lejos y llueve persistentemente decido tomar un taxi. En la parada —¡no hay ninguno circulando!— tomo el primero de la fila y, una vez dentro, descubro con desagrado el estado lamentable del vehículo: sucio, roto, con restos de clientes anteriores... Anuncio al conductor, de aspecto similar —sin afeitar, con ropa oliente y manos sucias—, mi deseo de cambiar de taxi y, sorprendentemente, me extorsiona con una norma no escrita que me obliga usar su coche y descartar otros que esperan en la cola. Pensé que, en nuestra democracia, también la ley electoral nos obliga a elegir partidos políticos que secuestran la libre elección de diputados — “es lo que hay”, nos dicen—. Naturalmente, indignado, me bajo del vehículo sin despedirme y dando un portazo.
     Llueve. Ir andando, bajo el paraguas, me parece una locura y me rebelo en usar otros medios de desplazamiento que nunca utilizo —¡yo siempre he viajado en taxi!—. Opto, finalmente, por no ir a votar. Abro el paraguas y regreso a casa; allí, cómodamente, me serviré un vino de Montilla y esperaré a ver por la tele el resultado de las urnas. 
     Otra vez será.

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