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26 de diciembre de 2010

En el parque

Fatigado, me senté en el banco. El paseo de hoy no es tan placentero como otros días. Pienso que la vejez se nota cada vez más.
Aunque no ha llegado el frío, las infinitas ramas desnudas y la alfombra de hojas pardorojizas anuncian el final del otoño. Apenas unos viandantes cruzan los paseos terrizos buscando sus afanes diarios y allí delante, como cada mañana, posan estáticas las musas marmóreas que esculpiera Benlliure para Gustavo Adolfo. Otro año más...
Se le cayó la bufanda, señor.
Busco la voz. A mi lado, de pié, una mujer me devuelve la prenda con una amable sonrisa.
¡Gracias Señora! Lo voy perdiendo todo por ahí... — digo intentando incorporarme, como me enseñaron.
¡No, por Dios!, no se levante. Yo me sentaré, si me lo permite.
¡No faltaba más!, hágame el favor— le ofrezco el sitio.
Es una dama de edad imprecisa. Su rostro sereno enmarca unos ojos marrones que miran de frente y una boca algo grande de dientes perfectos.
Estoy de paso por Sevilla y no he querido dejar de apreciar su famoso Parque de Maria Luisa. Es hermoso, en verdad, como me decían— manifiesta queriendo abarcar, con un gesto de sus manos enguantadas, todo el derredor.
Así es. Fue un jardín privado donado a la ciudad por sus dueños, los duques de Montpensier, hace más de un siglo— aporto información.
¿Y viene todos los días por aquí?— pregunta como para conversar.
Desde que me jubilé, va a hacer cinco años, no he faltado ni un día.
¿Pues qué le atrae de este lugar?—sigue curiosa.
Durante un momento juego a quitarme una hoja seca del zapato con la punta del bastón, dudando si abrir a una extraña la ventana de mi intimidad.
¡Señora mía!— digo finalmente esbozando una leve sonrisa—, aquí besé a Julia por primera vez y— añado—, de las muchas experiencias que he tenido en la vida, ésta ha sido la más impresionante. Siempre la he tenido presente, pero ahora me cuesta recordarla y necesito este escenario que me ayuda a no perderla.
¿Y qué fue de ella?— se interesa.
No me importa continuar.
Al poco tiempo marchó a Venezuela, con su familia, emigrantes de la postguerra, ya sabe... Pero no pude olvidarla; como canta Alberto Cortéz, aunque me enredé en amores, fui siempre un pájaro herido.
¡No me diga que permaneció soltero!— exclama incrédula.
¡Claro que no!—espeto—. Me casé años más tarde, con una mujer preciosa que me dio tres hijos. La suerte colaboró, pero ella fue la creadora del entorno en que he sido y sigo siendo feliz.
O sea, que ella también vive— quiere saber.
Me invade la ternura cada vez que la refiero.
Sí. Es algo más joven que yo, sigue teniendo unos ojos hermosos y una bondad sin límites. En torno a ella sigue girando mi vida, la de mis hijos y la de mis nietos.
¿Y sabe ella de sus aventuras juveniles?
Por supuesto. Ella lo sabe todo sobre mí.
¿También lo de Julia?
También.
¿Y no tiene celos?
Una paloma se posa sobre el busto de Bécquer. Después otra. Es la única vida sobre el monumento.
No sabría decirle. Sí y no.— comento enigmático y divertido.
¿No podría ser más explícito? Estoy en ascuas.
Amiga mía,— le aclaro—: Julia regresó, años después, en un viaje de estudios; nos reencontramos y no volvimos a separarnos más. Ella y mi esposa son la misma persona.
¡Ahora caigo!—exclama sorprendida—, pero ¿entonces...los celos?
Ella ha ido cambiando con el tiempo, pero yo no. ¡Aquel beso...!
Mi memoria busca con dificultad imágenes únicas, irrepetibles, borrosas... por entre las ramas del roble centenario.
Se hace tarde. No quiero que se alarmen en casa— digo tratando de incorporarme.
La mujer se pone de pié ágilmente y me ayuda a levantarme.
Gracias buena señora— obsequio ajustándome el sombrero.— Y dígame ¿que le trae por Sevilla?
Su mirada profunda me atraviesa y, una encantadora sonrisa se despliega en su rostro perfecto.
He venido a visitarlo. Mejor dicho a quedarme con usted para siempre— susurra suavemente, mientras me ofrece su mano desnuda.
No acierto a comprender...
Su piel es fría como el mármol blanco de Benlliure en esta mañana de otoño. En unos segundos todo es oscuridad... y silencio.

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