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21 de diciembre de 2010

Jota

La partida es triste y silenciosa. Aparentemente es concentración pero, en realidad, voy ausente. Al coronar el green del dieciocho, un sol rojizo se abre paso entre los nubarrones grises antes de caer definitivamente por Trasierra. Casi en penumbra, con apenas cuatro pinceladas de ocre en su tejado, la cancha de prácticas llora su ausencia. Lejos quedan las mañanas soleadas en que adiestraba a los que buscaban una fórmula imposible para enderezar su swing rudimentario, casero, sin futuro...
«¡Pero si es muy fácil! Si, hasta yo, que no tengo estudios, puedo hacerlo.» La ironía de sus frases descubría su inteligencia y su sentido del humor. También su delicadeza y el respetuoso trato a los demás.
Se llamaba Juan José, pero todos le decían “Jota”. Era profesor de golf y murió una tarde fría y lluviosa de diciembre porque la enfermedad se cansó de esperar.
Había nacido en los alrededores de Madrid, como él decía «hace más de treinta años». Siendo niño ya arrastraba bolsas de palos por esos campos de golf. Debía haber trabajado en la construcción, de “pegayesos”, pero pisó el césped buscándose unas pesetas y el puñetero deporte se convirtió en su devoción y en su profesión.
Aprendió a jugar al golf utilizando su imaginación, su picaresca y la generosidad de algún socio magnánimo. Y aprendió a vivir, conociendo cómo son las personas, cómo hay que considerarlas y cómo hay que comportarse. Creía que la honradez y la humildad son el principal patrimonio del jugador de golf.
Pero la vida no fue una partida fácil para él. Con la entereza de su juego iba ganando hoyos en el duro circuito que le tocó jugar, pero en el penúltimo, jugó con la enfermedad traicionera y ninguno de sus magníficos golpes le sirvieron para evitar el doble bogey que lo dejó tocado.
Se rebeló contra el mal y afrontó su último hoyo con una falsa moral envidiable. «¡Esto está superado!— decía. —El único problema que tengo es el de los “piños”. En cuanto me pongan la dentadura y pueda comer se terminó el asunto». Pero no lo decía convencido. Era una angustiosa pregunta en busca de una esperanzadora respuesta médica. Y la Parca, que siempre juega con ventaja, le ganó finalmente la partida.
Dime, Jota, ahora que eres espíritu puro, ¿mereció la pena ser golfista?
Sin duda. Aunque sea de vez en cuando, la sensación de “tocar” bien la bola en el quehacer cotidiano, la borrachera sensorial de vivir al aire libre y la proximidad de gente que quieres, compensan todos los reveses del juego y de la vida. A pesar de todo, ¡es apasionante vivir... y jugar al golf!
Un abrazo, Jota. Ya nos veremos.
¡Seguro!


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